Con “Las
Leyes de Pobres” de Inglaterra, en 1834, se sometió a un grupo social a
condiciones degradantes y crueles, inspirada en una ideología que consideraba
al necesitado como un delincuente, vicioso, inútil.
Las
leyes hacían referencia a toda una serie de normas y prácticas que,
conjuntamente, formaban un sistema de ayuda legal a los pobres ingleses
financiado con impuestos.
¡Con mis
impuestos!
En la actualidad, tanto en Argentina como en otros lugares, resulta que
los pobres, los desempleados, los jubilados, los que aportaron impositivamente,
los que apostaron a creer en la solidaridad intergeneracional y a quienes el
Estado tiene que asistir por eventualidades coyunturales, reaparecen como
perezosos, improductivos, inmorales, choriplaneros o vagos.
Los
vividores de Estado.
A
mediados del siglo XX el mundo había cambiado, y pasó de humillar a los pobres,
a tratar de devolver el orgullo a quienes por numerosas razones habían quedado
relegados de las bondades del crecimiento económico hasta mediados de los
setenta.
Fue lo
que se llamó el Estado del Bienestar.
Pero de
ahí en más se retomó la idea de desmontar el orden social de posguerra,
condenar y estigmatizar a quien solicite la ayuda.
Lo
extraño, en la actualidad, es la aceptación social de la deshonra por la
necesidad, y la reverencia a la opulencia.
A los
receptores de la asistencia pública se los considerado como fracasados de la
sociedad, en un periodo de desempleo creciente.
Quien no
tenga trabajo, está estigmatizado.
Desde
los años ‘90, los grandes concentradores del ingreso nos han mostrado que
pueden flexibilizar el empleo, bajar los salarios, imponer requisitos laborales
inadmisibles, y bombardear la expansión de derechos en general y de género en
particular.
Veamos
un poco cómo se puede desmontar el Estado de Bienestar y degradar la ayuda
pública, con falsos argumentos y consentimiento social.
¿Por qué
imaginar que está mal aumentar el gasto público en pensiones, jubilaciones,
subsidio u asistencia social, y no en la compra de armamento o el pago de
intereses de deuda?
¿Se
supone que matar multitudes o solventar a la banca es más provechoso que darle
un mejor pasar en su vejez a un anciano?
Solo
porque ya no es “productivo”.
El
parlamento de Hungría votó en 2018 una ley que extiende de 250 a 400 horas
extras al año que los empleadores pueden exigirle a los trabajadores a
realizar, y su pago se puede diferir hasta 36 meses (3 años) para abonarlas.
El
gobierno húngaro supone que la medida es aceptable, de hecho el parlamento la
votó, argumentando escasez de mano de obra en el país, por la firme política
anti migratoria.
Esta
norma se dio a llamar Ley de la Esclavitud.
Es como
si el Estado hubiera dicho “no dejo ingresar a personas que necesitan trabajar,
pero puedo abusar de la población en virtud de cuidar a los ciudadanos
(nativos) de los inmigrantes”.
Solución
poco imaginativa, pero regresivamente distributiva.
¿Llama
la atención la palabra -esclavitud- en pleno siglo XXI?
Bueno: existen 45.8 millones de hombres, mujeres,
niños y niñas que están atrapados por la esclavitud moderna, según revela el
Indice Global de Esclavitud (https://www.globalslaveryindex.org/).
El
periodista Alex Tizon (nacido en Filipinas y que siendo niño se trasladó con su
familia a Estados Unidos), quien fue ganador del premio Pulitzer, hizo una
confesión en el texto titulado nada menos que “La esclava de mi familia”.
Allí narra cómo una mujer filipina, bajo esa
condición de servidumbre, atendió a la familia de Tizon durante 56 años, tanto
en su país de origen como en EEUU, desde 1943 hasta 1999.(https://goo.gl/6ZBuPF)
Seguramente
es un problema de vocabulario.
Quizás
tengamos que recurrir a nuevas palabras para expresar esta insania y nos
entiendan, porque en realidad las preguntas siguen siendo las mismas.
¿Cómo
aceptamos, moralmente, la explotación, la estigmatización y la continua
ampliación de la desigualdad?
El mundo
estuvo 150 años -un ejemplo en la vida de una persona lo describe Charles
Dickens en uno de sus célebres libros a través de Oliver Twist, un huérfano que
narra la humillación de la pobreza- hasta los años ‘60, tratando de desarmar la
degradación que implicaba la miseria. Malcolm X, líder afro-norteamericano
contra el racismo, recuerda en sus memorias cómo los empleados sociales iban a
su casa a “examinar” a su familia: “El cheque mensual de la ayuda era su
salvoconducto. (…)
Nosotros
no entendíamos por qué, si el Estado estaba dispuesto a darnos paquetes de
carne, sacos de patatas, y frutas y latas de toda clase de cosas, nuestra madre
odiaba aceptarlo.
Lo que
comprendí más tarde es que mi madre estaba haciendo un esfuerzo desesperado por
conservar su orgullo y el nuestro”.
(Algo va
mal, Tony Judt. Pag. 24).
Entre
las dos guerras mundiales, gran parte del resto del mundo afrontaron una serie
de desastres sin precedentes que eran obra del ser humano.
La
I Guerra Mundial, la peor y más intensamente destructiva registrada hasta
ese momento en la historia, fue seguida de epidemias, revoluciones, el fracaso
y la quiebra de Estados, el desplome de monedas, y el desempleo a una escala
nunca vista por los economistas tradicionales.
Estos
acontecimientos precipitaron la caída de la mayoría de las democracias del
mundo hacia dictaduras autocráticas, o en Estados de partidos totalitarios de
distinta índole que llevaron al globo a una II Guerra Mundial incluso más
destructiva que la primera.
El
Estado empezó a dirigir la economía para garantizar los suministros de guerra,
las necesidades de producción.
La
planificación estatal, con posterioridad, tuvo que intervenir para
redireccionar la producción para la paz. Invirtió en la reconstrucción de los
países y en la protección de las economías, subsidió y reguló las producciones
y las innovaciones técnicas, etc.
“A la
«clase media» educada se le ofreció la misma asistencia social y servicios
públicos que a la población trabajadora y a los pobres: educación gratuita,
atención médica barata o gratuita, pensiones públicas y seguro de desempleo.
(…)
En esto
consistía la «meritocracia»: en que, gracias a la aportación del erario
público, pudieran abrirse las instituciones de la élite a una masa de
aspirantes. (Idem anterior, pag. 39).
En las
tres décadas que siguieron a la guerra, economistas, políticos, comentaristas y
ciudadanos coincidían en que un gasto público alto, administrado por las
autoridades nacionales o locales con libertad suficiente para regular la vida
económica a distintos niveles, era una buena política.
A
quienes no estaban de acuerdo se les consideraba curiosidades de un pasado
olvidado -ideólogos irracionales que buscaban hacer realidad sus entelequias- o
egoístas defensores del interés privado por encima del bienestar público.
El
mercado seguía ocupando su lugar, el Estado desempeñaba un papel.
“Así,
estamos condenados a confiar no solo en personas que no conocemos hoy, sino en
personas que nunca pudimos conocer y que nunca conoceremos, con las que
mantenemos una compleja relación de interés mutuo.
Si
aumentamos los impuestos o emitimos un bono para costear un colegio en nuestro
distrito, es muy posible que los principales beneficiarios sean otras personas
(y sus hijos)” (Ibidem, pag. 58).
Personas
que no conocemos serán merecedoras de provechos tales como servicio de trenes,
investigación, ciencia médica, educación, seguridad social, gastos colectivos,
subsidios, etc. etc.
¿Quiénes son esos otros?
Son
nuestros abuelos, a quienes les pidieron pasar el invierno con sobriedad, sin
gastos, ajustando el cinturón que garantizaría una mejora a las futuras
generaciones, o también nuestros padres, a quienes les exigieron sobrellevar
los ajustes para un país mejor.
Quizás
seamos nosotros mismos, a quienes nos demandan austeridad para salir adelante.
Aunque
hasta ahora nadie vio los frutos de la abstinencia, de las penurias ni las
miserias.
Pero un
día pagamos nuevamente con ajustes por derrochar, despilfarrar, por vivir por
encima de nuestras posibilidades.
¿Eso
cuándo sucedió?.
Y los
años de austeridad, ¿quién se los llevó?
¿Los otros, los que no conocemos, los hijos del vecino, los nietos del ferretero,
en los que depositamos nuestra confianza y el pago de impuestos, fueron los que
se llevaron los ahorros de los ajustes, de la austeridad, de las miserias?
No.
Se los
llevó el 1 % de la población mundial que se queda con el 82 % de la riqueza.
Los
mismos que ahora nos han metido en la cabeza que el gasto público es perverso,
peligroso y desequilibrante.
Que la
intervención estatal y los derechos sociales son dádivas costosas de nuestros
gravámenes.
Estamos
peligrosamente retomando los códigos del año 1800, de aquéllas Leyes de Pobres,
que derivaron en crisis, revueltas, guerras y miserias.
La
desigualdad es cada vez mayor y algunos, emisarios delegados de las desgracias,
que creen que ser economista es ser simples ejecutores a sueldo de la
desigualdad, nos dicen que es lo único que se puede hacer.
Esto no
siempre fue así.
Hay que
encontrar otras palabras para dar respuesta a las mismas preguntas.
No
podemos transmitirles a nuestros hijos, como si fuera una batalla cultural
pérdida, que hay que rendir un culto al beneficio material, y despreciar al
pobre, al sector público y a la solidaridad.
Alejandro Marcó del Pont
Lic. en
Economía y Magister en Relaciones Internacionales.
Nota
publicada en El Tábano Economista