El día en que la Armada quiso secuestrar y matar a Juan Domingo Perón en un buque de guerra anclado en el Río de la Plata
Un grupo de oficiales tramó un plan sencillo pero
diabólico para atentar contra el Presidente. Lo iban a llevar a cabo el 11 de
julio de 1953, en un almuerzo por el Día de la Independencia.
Es un ataque terrorista despiadado. Según reveló en 2003 Antonio
Cafiero, testigo de aquel día, en un artículo publicado por “La Nación”, los
terroristas también habían colocado bombas en la azotea del Banco de la Nación
Por Alberto Amato
Juan Domingo Perón, el 15 de abril de
1953, ante una multitud en Plaza de Mayo.
El plan sencillo, diabólico pero
simple. Este 11 de julio del tan complicado 1953, el presidente Juan Domingo Perón va a celebrar el día de la Independencia en el crucero “9 de
Julio”, insignia de la Armada. Es para eso que la flota de mar amarra en el
río, en el puerto de Buenos Aires. Será un almuerzo o una cena de camaradería
en la cámara de oficiales del buque.
Pero de camaradería, nada.
Desde hace meses hay un complot para
secuestrar a Perón, diseñado por la misma Armada y por los mandos del mismo buque insignia
que ofrece el homenaje. Está tejido al milímetro e incluye una variante
atroz: ¿hay que matar al Presidente?Algunos sugieren
que también hay que matar a Perón. ¿Y si el pueblo se levanta? La ciudad será
sobrevolada por aviones de la Fuerza Aérea que, se suponen, cumplirán con su
afán disuasorio.
¿Y después del golpe?
Bueno, después se verá.
El crucero 9 de Julio, el escenario
elegido para llevar adelante el complot contra Perón.
El peronismo en el gobierno empieza a
tambalear en este agitado 1953: la economía, para variar, anda a los tumbos,
cuando anda; hay inflación, el año anterior el gobierno pegó un manotazo a las
cajas de jubilaciones; asoma también una especie de conflicto con la Iglesia
Católica que se va a agigantar en los meses siguientes; todavía suenan, no tan
apagados, los ecos del golpe de Estado de septiembre de 1951, siempre los idus
de septiembre, encabezado por el general Benjamín Menéndez: una chirinada, según la calificó Perón, para reducir al general al papel del sicario
que asesinó a Juan Moreira.
Pero en el Ejército, la aventura de Menéndez también es juzgada con
desprecio: la llaman una menendeada. Nadie la toma
como lo que fue: un ensayo previo al ensayo general. Eva Perón,
en su vibrante discurso del 17 de octubre de ese año, prometió salir a la calle
para “no dejar en pie un solo ladrillo que no sea peronista”, si el golpismo
reincidía. Pero al año siguiente, con Perón recién asumido como presidente
reelecto, la muerte de Eva Perón el 26 de julio también implicó un golpe duro
ya no sólo para el gobierno, sino para los gobernados peronistas que la
veneraban.
Discurso de Eva
Perón en 1952.
En abril de este traumático 1953, y cuando ya la Armada conspira, el
escándalo desatado por las acusaciones contra Juan Duarte, hermano de la ex primera dama, también desbarata
al gobierno de Perón. Ni siquiera el suicidio de Duarte, aunque subsiste la
sospecha de un asesinato, alcanza para aplacar las quejas opositoras por
corrupción en la administración, por la persecución y cárcel a los opositores,
por la censura a la prensa, por las listas negras.
La sociedad de entonces vive en plena
grieta. No la llama así, ni sabe que existe, pero es. Y alcanza a las Fuerzas
Armadas: en el Ejército hay altos oficiales peronistas y una fuerte corriente
de jefes y jóvenes oficiales antiperonistas, muchos de ellos en la cárcel desde
la “chirinada” de Menéndez. Uno de ellos, el entonces teniente Alejandro Lanusse, será jefe del Ejército, dictador entre 1971 y
1973 y el hombre encargado de colocar la banda y entregar el bastón a Héctor Cámpora, el fugaz presidente del tercer peronismo, electo en 1973.
Juan Domingo Perón, de luto, en 1953.
La Armada, en cambio, es un bloque
antiperonista en el que las simpatías por el gobierno, secretas y mudas, tienen
cobijo sólo en el cuerpo de suboficiales.
El 15 de abril, seis días después del suicidio de Duarte y cuando ya la
Armada conspira contra Perón, el Presidente habla en Plaza de Mayo ante una
multitud. De pronto, estallan dos bombas que provocan
siete muertos y noventa y tres heridos.
Es un ataque terrorista despiadado.
Según reveló en 2003 Antonio Cafiero, testigo de aquel día, en un artículo publicado
por “La Nación”, los terroristas también habían colocado bombas en la azotea
del Banco de la Nación, “con la intención de que la mampostería se desplomara
sobre la multitud apiñada en sus cercanías. Afortunadamente, estas bombas no
estallaron. De lo contrario, el número de víctimas hubiera sido infernal”.
Es una declaración de guerra. La multitud le pide al presidente “¡Leña,
leña…!” Y Perón lanza una frase desdichada: “¡Eso de la leña que me aconsejan,
¿por qué no empiezan ustedes a darla?!” Es la guerra, sí.
Esa frase histórica, lanzada en caliente, no le hace total justicia.
Contó Cafiero hace 15 años que “Perón atemperó inmediatamente su discurso”.
“Aunque parezca ingenuo que yo haga el último llamado a los opositores
para que se pongan a trabajar en favor de la República, a pesar de las bombas,
a pesar de los rumores, les vamos a perdonar todas las hechas (…) A estos
bandidos los vamos a vencer produciendo. Por eso hoy, como siempre, la consigna
de los trabajadores ha de ser producir, producir, producir. (…) Les agradezco
esta maravillosa concentración y les ruego que se retiren tranquilos”.
Dos sonrisas para la historia. Un
joven Cafiero escucha a su admirado maestro, Juan Domingo Perón. Fue el ministro
más joven de su gabinete.
Pero es tarde, o inútil. O inútil y
tarde.
Esa misma noche arden en Buenos Aires
la sede del Jockey Club y la de la UCR, la del Partido Demócrata y la del
Partido Socialista, la vieja Casa del Pueblo con su rica biblioteca que queda
en cenizas.
Tres meses después, y en medio de ese escenario volátil, la Armada se
propone secuestrar a Perón y derrocarlo. Si es necesario, y probablemente lo
sea, asesinarlo. Hay dos planes en marcha. Uno se propone bombardear la Plaza
de Mayo: nace a inicios de 1953 y guarda estremecedora coincidencia con el
intento de asesinar a Perón dos años después, en junio de 1955, tres meses
antes de su caída. Los conjurados planean sobrevolar la Casa de Gobierno
durante una sesión de gabinete, para intimar la rendición del Presidente y de
su gobierno en un plazo perentorio: quieren evitar cualquier reacción. Si las
autoridades se niegan, la sede del poder será bombardeada por los aviones
sublevados. Uno de los jefes navales, el capitán de fragata Jorge Alfredo
Bassi, llega a fantasear: “¡Qué lindo
imaginar la Casa Rosada como Pearl Harbor!”, según reveló el historiador Isidoro
J. Ruiz Moreno en La Revolución del 55 – Dictadura y
conspiración.
Los complotados eligen al general Eduardo Lonardi, un jefe antiperonista liberado pocos meses antes,
para que se encargue de tres cosas: encabezar el golpe, comprometer al Ejército
y ocupar la presidencia de facto. Tres marinos van a proponérselo a Lonardi a
su casa de la calle Juncal, según la historia de Ruiz Moreno: los capitanes de
fragata Francisco Manrique, Antonio Rivolta y Néstor Noriega, este último
aviador naval.
Pero Lonardi se niega.
Eduardo Lonardi asumió como
presidente de facto tras encabezar el golpe que derrocó a Juan Domingo Perón en
septiembre de 1955.
Cobra cuerpo entonces el segundo complot. Es tan dramático como el
primero, pero tiene una cuota de disparate que lo convierte casi en sainete. La
idea es celebrar la independencia en el buque insignia de la Armada, el
alegórico crucero “9 de Julio”, que hasta 1951 había servido en la marina
estadounidense. La flota de mar amarra en el puerto de Buenos Aires, en las
aguas marrones del Río de la Plata. Al frente del golpe está el segundo
comandante del “9 de Julio”, capitán de fragata Carlos Bruzzone.
El agasajo al Presidente, a sus ministros, a los titulares de las dos
Cámaras del Congreso y al jefe de la Policía Federal, al gobierno en pleno,
será el 11 de julio en la cámara de oficiales del buque. En un momento
dado, establecía el plan, serían clausuradas todas las puertas y el “9 de
Julio” soltaría amarras río adentro.
El gobierno en pleno secuestrado en
un buque de guerra, anclado y en espera, en medio del río.
Los detalles, ajustados por el capitán de Navío Adolfo Estévez, incluía,
cita Ruiz Moreno: “La cooperación de una escuadrilla de cazas con base en
Morón, cuyos aparatos sobrevolarían a la Capital como elemento disuasorio para
cualquier intento de represión por parte del Ejército leal, o evitar
manifestaciones populares”. Algunos oficiales navales, “extremando las
medidas, abogaban lisa y llanamente por
arrojar a Perón al agua una vez que el crucero estuviese en medio del
Río de la Plata”.
Pero surge un inconveniente que pone
en peligro el éxito de los marinos: Perón va a abordar el “9 de Julio”
custodiado por sus hombres de la Policía Federal. Una nueva comisión de
oficiales navales entrevista al jefe de la Armada, almirante Aníbal Olivieri.
Lo convencen de que la presencia de la Policía Federal en el buque insignia,
equivale a una ofensa a la Armada. La custodia de Perón es suprimida.
Los complotados convocan de nuevo a Lonardi para que se
pusiera a la cabeza de la intentona, comprometa al Ejército y sea el futuro
presidente. Lonardi primero parece dispuesto, o quiere ganar tiempo, pero
enseguida plantea sus dudas basadas en dos elementos: la incierta disposición
de varias unidades del Ejército a dar el golpe, y las consecuencias que
tendrían unas acciones de la gravedad que tienen las que plantea la Armada.
Sin jefe, sin apoyo, sólo con “la
Armada en pleno”, como le dice a Lonardi el capitán de Navío Recaredo Vázquez, con un
sector mínimo de la Fuerza Aérea y, eso sí, con la participación de centenares
de comandos civiles, los complotados no se imaginan
enfrentados al resto de las fuerzas armadas.
Finalmente, el secuestro de Perón y el posterior golpe quedan en la
nada. El 10 de julio, un día antes del Día D, la base de Morón recibe un aviso
en clave:
–Se suspendió el asado de mañana.
Pero el “asado de mañana” iba a suspenderse igual por falta del
principal invitado. A último momento, Perón había decidido no visitar a la
flota de mar, anclada en el río.