domingo, 8 de octubre de 2017






Neoliberalismo y Violencia

Algunas de las violaciones de derechos humanos más despreciables se articularon para preparar el terreno e introducir las reformas radicales que habrían de traer ese ansiado libre mercado.
Naomi Klein
La implantación del neoliberalismo a nivel mundial en los últimos cuarenta años ha venido acompañado con la expansión de un mito fundador, creado por sus principales ideólogos. Ese mito fundador sostiene que el neoliberalismo se ha impuesto por la superioridad intrínseca del mercado y que, por libre competencia, han sido liquidadas aquellas formas de organización social que trataban de impedir el funcionamiento armónico y automático de los mercados, así como reducida la injerencia de los estados en la actividad económica de los capitalistas y sus empresas. En este mito se resalta que la imposición del neoliberalismo, como una nueva fase en la historia del capitalismo, ha sido pacífico y sin mayores contratiempos.
Este mito fundador se acompaña de la falacia de sostener que el neoliberalismo (y el capitalismo en general) es sinónimo de democracia y que, en consecuencia, desde su mismo origen ha venido acompañado de la democratización del mundo, incluyendo a América Latina. Ahora, cuando el neoliberalismo está de regreso en países donde se le intentó superar -más no al capitalismo- se vuelve a entonar la cantinela de que es sinónimo de democracia. Una mirada crítica indica todo lo contrario de lo postulado en el mito fundador del neoliberalismo, porque éste se impuso y se ha mantenido mediante una violencia inusitada en diversos planos de la vida social, que corresponde a la lucha de clases librada desde arriba contra los trabajadores y los pobres.
Dictaduras y doctrina del shock
Desde su laboratorio original, Chile en 1973, el neoliberalismo emergió como un proyecto de clase encaminado a restaurar el poder del capital y, para ello, utilizó la violencia física. El golpe del 11 de septiembre de 1973 impuso una dictadura brutal y criminal, destruyó los sindicatos y las organizaciones populares, torturó, secuestró, desapareció y mató a miles de dirigentes sociales, liquidó a los partidos políticos de izquierda, intentó borrar cualquier expresión de solidaridad, apoyo y ayuda mutua y arrasó con las instituciones de intervención social y económica del Estado. En suma, mediante el terror, y merced al pánico suscitado, el nuevo régimen dictatorial bloqueó cualquier capacidad de resistencia y oposición e implantó la doctrina del “libre mercado”. La violencia bruta fue el instrumento usado para imponer los dogmas del credo neoliberal, entre los que sobresalían la privatización de las empresas y entidades públicas (entre ellas las universidades), la apertura económica a las multinacionales, la desregulación del mercado laboral para que los capitalistas intensificaran la explotación de los trabajadores. En pocas palabras, el modelo Pinochet se sustentaba en la máxima de conceder completa libertad al capital y aterrorizar al resto de la sociedad.
El mito fundador se acompaña de la falacia de sostener que el neoliberalismo (y el capitalismo en general) es sinónimo de democracia
El experimento neoliberal en Chile tuvo un efecto de demostración positivo para los capitalistas del mundo entero, quienes a comienzos de la década de 1970, en plena depresión, veían como un lastre al Estado de Bienestar, a los sindicatos y las conquistas sociales de los trabajadores. Por ello, decidieron aplicar el neoliberalismo más allá de Chile y, como había sucedido en este país, no dudaron en imponer la “Doctrina del Shock”, consistente en generar pánico entre la población para implementar el recetario neoliberal. Guardando las proporciones, en Inglaterra y en los Estados Unidos, los gobiernos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan respectivamente, impusieron el neoliberalismo mediante la violencia, reprimiendo huelgas de trabajadores en sectores emblemáticos de la economía de los dos países, luego de lo cual procedieron a privatizar las empresas, despedir trabajadores, reducir salarios y mercantilizar los servicios públicos.
En América Latina las dictaduras de Seguridad Nacional de las décadas de 1970 y 1980 aplicaron las mismas formulas neoliberales y prepararon el camino para el “regreso a la democracia”, luego de haber liquidado a sangre y fuego los proyectos anticapitalistas. En ese sentido, los gobiernos que siguieron a las dictaduras fueron “democracias de baja intensidad”, en los cuales se había eliminado los derechos de la población y prevalecían los “derechos del capital”.
Democracias de baja intensidad
Desaparecidas las dictaduras en términos formales, sus herederos civiles mantuvieron y profundizaron el legado neoliberal que recibieron. Ahora, la violencia estructural del neoliberalismo en lugar de desaparecer se extendió a los diversos ámbitos de la vida social, puesto que se acentuó el proceso de privatizaciones, ataque a los trabajadores organizados, apertura económica a las multinacionales y al capital financiero, y mercantilización de los bienes públicos. El costo humano de la implementación del “libre mercado” ha sido enorme, porque a éste deben achacársele miles o millones de muertos por el cierre de hospitales, privatización de la seguridad social, liquidación de empresas, despidos en masa, supresión de escuelas y centros educativos. Ese proyecto se presentaba como democrático porque decía sustentarse en “elecciones libres” y periódicas, en las que se legitimaba a los gobiernos neoliberales, que impulsaron reformas constitucionales para establecer como principios inviolables los dogmas de la privatización, la entrega de los bienes comunes al capital transnacional, la flexibilización laboral y los derechos de la propiedad. Ejemplares al respecto son los gobiernos de Carlos Menem en Argentina, de Alberto Fujimori en el Perú, de Fernando H. Cardoso en Brasil, de César Gaviria en Colombia.
El neoliberalismo se impuso y se ha mantenido mediante una violencia inusitada en diversos planos de la vida social, que corresponde a la lucha de clases librada desde arriba contra los trabajadores y los pobres
La violencia inherente a estos procesos de despojo y expropiación vino acompañada de la legitimación ideológica y cultural, mediante artilugios tendientes a demostrar la superioridad del mercado, que le daría a cada uno lo que se merece, y que los pobres y los ricos lo son en virtud de sus propias virtudes y defectos para adaptarse a los nuevos tiempos de competencia desenfrenada. Si hay pobres es porque son incompetentes e ineficientes, y no han logrado cualificar su “capital humano”, mientras que los ricos son producto de su competitividad, eficiencia y deseo de superación.
Derecho al voto (Viñeta por Haroldo Meyer)Esta justificación simplemente pretendió legitimar la imposición del nuevo Estado, lo que David Harvey denomina el Estado neoliberal, cuya función fundamental ha consistido en mantener el orden del capital. Por ello, como en los Estados Unidos, los estados neoliberales aumentaron sus gastos en seguridad, su pie de fuerza represivo y se acentuó la militarización de las sociedades, porque a la par que se encogía o se amputaba el “brazo izquierdo” del Estado, como lo llamaba Pierre Bourdieu, correspondiente a su gastos sociales, crecía en forma desmesurada el “brazo derecho” del Estado, dedicado a la represión y al control social. Esto se evidencia en la construcción de nuevas cárceles, persecución a los opositores, criminalización de la protesta social, represión indiscriminada, vigilancia permanente mediante sofisticados aparatos tecnológicos (cámaras que inundan las calles de las ciudades), como puede apreciarse en la mayor parte de países latinoamericanos y la difusión del discurso terrorífico de la inseguridad, que amenaza a la propiedad y a los empresarios.
Un breve parentesis antineoliberal
En varios países del continente la profundización del neoliberalismo, con su cortejo de violencia y muerte, generó rebeliones e insurrecciones populares, como aconteció en Venezuela (Caracazo de 1989), Bolivia (Guerras del Agua y del Gas, entre 2000 y 2003), en Argentina (diciembre de 2001). Sobre la acción de los movimientos sociales, diversos proyectos, que después se han denominado como “progresistas”, llegaron al gobierno e intentaron, en diferente grado, proponer un modelo anti-neoliberal, pero no anticapitalista. Esos gobiernos volvieron a enfatizar la importancia del Estado y la necesidad de nacionalizar empresas, sobre todo en sectores estratégicos como los recursos minerales, e impulsaron unas políticas asistencialistas, como forma de distribuir la renta de las economías primarias (siendo los casos más conocidos los de Argentina, Venezuela, Brasil, Bolivia y Ecuador). Estos gobiernos “posneoliberales” no trastocaron la lógica del capitalismo, en términos de modificar las relaciones sociales, ni de redistribuir la riqueza mediante la expropiación de los expropiadores (grandes empresas nacionales y multinacionales, bancos y capital financiero), salvo uno que otro caso aislado en Venezuela o Bolivia.
A pesar de su carácter moderado y reformista de tipo anti-neoliberal, que no pretendía ir más allá del capital, y que no alteró sustancialmente la estructura de clases típica del capitalismo -aunque si atenuó en alguna medida la desigualdad y redujo la miseria mediante las políticas de asistencialismo, gracias a la destinación de una parte de la renta exportadora a esos sectores-, las clases dominantes, en alianza con el imperialismo encabezado por Estados Unidos y las grandes multinacionales, se dieron a la tarea de evitar la consolidación de esos gobiernos posneoliberales, y para eso recurrieron al saboteo de diversa índole, mediante la violencia y el terror, como ha sido evidente en Venezuela, y en menor medida en Bolivia. Para derrocar a los gobiernos posneoliberales, y a algunos que se les pudieran asociar, se han inventado los “golpes suaves”, propios de las guerras de Cuarta Generación. Esos golpes suaves, aparentemente distintos a los “clásicos” golpes de Estado, que instauraban dictaduras militares, cumplen en últimas los mismos propósitos: derrocar a gobernantes incómodos e imponer en su lugar a testaferros incondicionales a las clases dominantes locales, como ha sucedido desde 2004 con el derrocamiento de Jean Bertrand Aristidi en Haití. Este “golpe consentido” por Estados Unidos, dio origen a un nuevo tipo de golpes de Estado, que luego continuaron en Honduras (2009), Paraguay (2012) y ahora en Brasil (2016).
La violencia inherente a estos procesos de despojo y expropiación vino acompañada de la legitimación ideológica y cultural, mediante artilugios tendientes a demostrar la superioridad del mercado
El objetivo de estos “golpes suaves”, similares por sus características a las mal llamadas “revoluciones de color” Made in USA, es claro: se trata de retomar por completo el control político por parte de las clases dominantes locales y de revertir las tímidas reformas económicas que se habían impulsado, sustentadas en una lógica asistencialista, así como eliminar el protagonismo que han podido tener por momentos algunos sectores de las clases subalternas (siendo el caso más evidente al respecto el de Venezuela).
Pero antes de consumar los golpes suaves, esas fracciones de las clases dominantes, en alianza abierta con Estados Unidos, se han dado a la tarea de tornar insostenible la situación económica de la población, para quitarle el agua al pez, es decir, la base de apoyo a los gobiernos posneoliberales. El saboteo a la producción, la especulación, el acaparamiento de productos básicos, el contrabando, han sido los mecanismos utilizados -al cual se le debe agregar la corrupción de importantes sectores de los gobiernos posneoliberales-, por las clases dominantes en su esfuerzo por recobrar el control pleno del aparato político.
La violencia no es algo circunstancial en el proyecto de imposición del neoliberalismo, sino que es una de sus características distintivas desde el mismo momento de su implantación
A todo ello debe sumársele la violencia mediática, tanto nacional como transnacional, ejercida en forma concertada y planificada contra los gobiernos posneoliberales, con calumnias, mentiras, infundios para desacreditarlos, restarles legitimidad, acosarlos y, al mismo tiempo, engrandecer a los criminales, como acontece con los miembros de la “oposición” en Venezuela y de alguna manera en Brasil. Esa guerra mediática ha adquirido dimensiones desconocidas, porque se libra en forma orquestada desde los Estados Unidos (vía CNN y Fox) y se replica desde España, por sus conglomerados mediáticos (en cabeza de El País y el grupo Prisa) y se reproduce, con todas sus mentiras y embustes, por los “grandes diarios” de Colombia, Argentina y demás países del continente sudamericano.
Todo esto sucede, además, por el desconocimiento de las “elecciones libres”, cuando no les han sido favorables a los candidatos de las clases dominantes, y del rechazo a la legitimidad institucional de esos gobiernos posneoliberales, a los cuales se acusa de dictaduras, siendo el ejemplo más evidente el de Venezuela. Después de elecciones, y cuando las pierden las clases dominantes, se desencadena la propaganda negativa de desprestigio y se incrementa el uso de la violencia física, como se ha demostrado con las guarimbas en Venezuela. Es decir, que el pretendido carácter democrático del neoliberalismo y del capitalismo en América Latina no pasa de ser un cuento de hadas y que, como en la época de la guerra fría, se acude a los mismos procedimientos violentos para mantener la desigualdad social que hace de América Latina el continente más injusto del mundo. No por casualidad, las primeras medidas de los neoliberales que están de regreso a la presidencia de varios países han sido las de eliminar los subsidios y ayudas a los pobres y reducir o eliminar los impuestos a los capitalistas, a las empresas y a los grandes propietarios, como se evidencia en la Argentina de Mauricio Macri o el Brasil de Michel Temer.
En síntesis, la violencia no es algo circunstancial en el proyecto de imposición del neoliberalismo, sino que es una de sus características distintivas desde el mismo momento de su implantación, y así ha venido siendo desde entonces. La razón de fondo que explica esa violencia estructural del neoliberalismo se encuentra en el hecho que, mediante ella, se ha logrado una reestructuración del capitalismo, que ha significado una reorganización de clase, en la que una ínfima parte de las fracciones dominantes del capital (entre la que sobresale el sector financiero, pero también deben mencionarse los dueños de grandes empresas transnacionales de diversos sectores productivos) han obtenido tal nivel de ganancias, que ha generado la mayor desigualdad de la historia del capitalismo, y Latinoamérica no ha estado ajena a ese proceso. La base de esa riqueza yace en la explotación intensiva de los trabajadores en las economías reprimarizadas y en la pérdida de sus derechos.
Los escalofriantes datos sobre desigualdad en cada país de América Latina son el telón de fondo para entender el sentido de la violencia neoliberal: mantener a toda costa unos privilegios de clase, que no se admite que sean tocados ni siquiera con intentos tibiamente reformistas, que finalmente nunca han pretendido alterar el sistema capitalista. Eso explica que el regreso de los neoliberales, como se ejemplifica en Argentina y en Brasil, venga acompañado, en forma inmediata, de medidas encaminadas a eliminar los escasos beneficios que hubieran tenido las clases subalternas en los últimos quince años, como lo señalan entidades tan poco comprometidas con los pobres como el PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo), que hace pocos días advirtió: “Observamos con preocupación que los logros de la década (pasada) se encuentran amenazados. Estimamos que entre 25 y 30 millones de personas se encuentran en peligro de recaer en la pobreza”. Esto solo se puede alcanzar con una gran dosis de violencia, que es una de las características distintivas del capitalismo y del neoliberalismo.

Por Renán Vega Cantor
Historiador colombiano. Profesor titular de la Universidad Pedagógica Nacional de Bogotá, Colombia. Doctor de la Universidad de París VIII. Diplomado de la Universidad de París I, en Historia de América Latina. Autor y compilador de varios libros. Dirige la revista CEPA (Centro Estratégico de Pensamiento Alternativo).

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